lunes, 15 de octubre de 2012

LA CASA DE RESFA No 8: Poemas de la vida, Carlos Mario Garcés Toro...

 
LA CASA DE RESFA
 
Poemas de la vida

 

 

JUANCHO EL CONTRABANDISTA

 

 

Fue un rico contrabandista de droga,

muy distinto a los otros contrabandistas,

porque era cordial y caballeroso,

cosa rara en el negocio.

 

Cuando llegaba a la casa permanecía largo tiempo

mirando pasar a las muchachas

y acariciando grandes vasos de ron.

Finalmente invitaba con amable gesto

a la más delgada.

Decía que le gustaba escuchar

el crujir de los huesos.

 

Al despedirse en la mañana, no como propinas,

sino como generosos obsequios de su parte,

dejaba en la Administración

sus cheques al portador para el personal de la casa.

 

Decía que se hizo contrabandista

porque el lobo cuando tiene hambre sale del bosque.

Agentes de la DEA le dieron muerte

en una redada en Brooklin.

 


 

NELLY, LA DE RENÉ
 
 
Diez o doce clientes por noche, más el de la amanecida,
fatigaban mis huesos y articulaciones con los excesos del amor.
Fue la época dorada del contrabando y el esplendor de la casa,
engalanada con treinta o cuarenta mujeres, a cuál más divina.
A la calle, llena de autos,
había que gritarle desde el balcón
que no quedaba cupo disponible.
 
Por ese entonces llegó a la casa un futbolista profesional,
a quien una grave lesión lo había marginado de sus sueños.
Los cambió por mí, nos enamoramos,
y me fui a vivir al barrio Antioquia con mi René.
Yo lo mantenía. Tuvimos dos niñas.
A él no le disgustaba mi trabajo,
siempre que no lo hiciera con alguno de la cuadra,
o con un amigo suyo.
 
A René me lo mataron un diciembre los muchachos del barrio.
Decían que por fulero.
Y es que a él le quedó el caminado de los que se creen estrellas.
 
Diez hombres diarios durante veinte años.
Haga usted la cuenta.
La mía da setenta y tres mil.
 


 

MARGARITA LA DE AMAGÁ

 

 

Yo fui la tercera de mis hermanas en llegar a la casa de Resfa,

pero la más vivaz y decidida.

No iba a correr el mismo destino de ellas,

que regresaron al pueblo aún jóvenes, desgastadas y marchitas,

sin dinero y mucho peor que el día que se marcharon.

Por eso, cuando tomé confianza en la casa,

le entré de lleno al viejo Enrique.

 

Enrique era un pez dorado entre los clientes:

panzón astuto,

se dedicaba a la política con los pobres.

Sus electores eran los vendedores callejeros,

y pequeños comerciantes del centro de Medellín,

a quienes representaba desde hacía muchos años en el Concejo Municipal.

Detrás del marco negro de sus gafas se escondían los ojos avizores de una rata,

que sólo buscaba ganancia personal para su ambición desmedida.

Por dinero y poder era capaz de traicionar a su madre,

y venderle su alma en pedazos al mejor postor.

Si se vende el cuerpo, por qué no vender el alma, que es un soplo.

Era un prostituto político, pero había que escucharlo en sus encendidos discursos,

elevando los ánimos populares con su estudiada voz.

Me repugnaba su asqueroso vicio de meterme la lengua por todas partes,

hasta terminar besándome con ese aliento de perro.

 

La farsa se celebró en la tradicional iglesia de El Poblado,

con lujo de invitados, grandes jarrones de azucenas y música celestial.

Después de la ceremonia nos instalamos en su mansión,

donde él quería que lleváramos una tranquila vida de burgueses.

 

Yo fingía apasionadamente todos los desgarramientos del amor.

Él me besaba con el orgulloso convencimiento de sí mismo.

 

Cuando le sobrevino el infarto que le causó la muerte,

fue sepultado en Campos de Paz con honores oficiales.

Los discursos decían que había sido un hombre bueno y justo.

Nunca supo que Enrique junior no era hijo suyo,

sino de Jorge, mi antiguo enamorado.

Cuando viajaba a mi pueblo para visitar a mi madre,

era para encontrarme con Jorge

en el hotelito que queda cerca del parque,

encima de la farmacia de don Alfonso.

 

Mi desprecio nunca alcanzó la lástima,

porque con él viví a lo bien y me heredó como su legítima esposa,

don Enrique el político, ladrón de pobres.

 


 

EL SANTUAREÑO
 
 
Yo era ladrón callejero.
Contaba ya varias entradas a la cárcel cuando me conocí con Melania,
la dueña de la otra casa de negocio, amiga de doña Resfa.
Yo tenía veinte años. Melania cincuenta.
Me llevó a vivir con ella a su casa.
Me vestía con ropa nueva en colores de papagayo,
me acariciaba con ternura en la cama,
pero era muy exigente en el amor
y me exhibía frente a las muchachas como su joven marido.
Si alguna se sobrepasaba conmigo,
así fuera con la mirada,
ella, insultándola, le tiraba la ropa a la calle.
Cuando nos peleábamos me iba a casa de doña Resfa,
donde hice amistad con Humberto, Willian, Hugo, Héctor y Rocío.
Sólo hablábamos de dinero.
El fútbol nunca me interesó.
 
Fue bebiendo con unos amigos de Melania
cuando me propusieron el negocio.
Hice varios viajes, hasta que coronamos en el mayor de ellos.
 
Por el callejón de Inextra recuerdo que llegué aquella noche
conduciendo un Mercedes blanco, convertible, de dos puertas.
Todos bajaron alborozados a la calle a recibirme.
Yo era un héroe.
 
Melania moriría después en New York, a los ochenta años.
En los últimos diez inviernos
sólo habíamos hablado unas pocas veces por teléfono.
 
Yo me radiqué definitivamente aquí en Miami,
donde tengo mis negocios de finca raíz.
Es mi voluntad que cuando muera
me trasladen a Santuario, Antioquia, mi tierra.
 
Me hubiera gustado decirle a Melania que nunca la amé,
pero uno debe ser agradecido.

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